top of page

El árbol de la muerte y de la vida

Actualizado: 1 sept 2019






RODRIGO FIERRO BENITEZ







Entre los médicos ecuatorianos sin lugar a dudas los hay a quienes puede calificárseles de cultos: aparte de ejercer la profesión, se pasaron la vida leyendo y escribiendo. Ahí está el Dr. Eugenio Espejo y entre los que conocí y traté Julio Endara, Enrique Garcés, Max Ontaneda Pólit, Plutarco Naranjo y unos tantos más.

“Para llegar a escribir bien no hay camino mejor que leer y escribir, leer y escribir”, opinión del muy culto profesor de literatura que tuve en el Colegio Mejía, el ‘loco’ Larenas. Según encuestas confiables, los franceses son los que más leen, y la crítica los sitúa entre los que mejor escriben. Escribir con naturalidad, la verosimilitud de los hechos que ocurren en una novela, la creación de personajes a los cuales se les ve y se les palpa, eh ahí los términos en los que se sustenta la crítica literaria de buen nivel. Casi inexistente en nuestro país. De ahí la importancia que le concedemos a la Tertulia de Lectores que la iniciamos hace más de diez años. Nos hemos vuelto más exigentes. De mérito las obras que se ofertan en las sesiones mensuales. El año pasado de las cien mejores novelas que habían leído los españoles, sesenta las conocíamos y las habíamos calificado también como de mérito. El título de este artículo alude a la novela de Philippe Claudel, francés, “Bajo el árbol de los toraya” (Ed. Salamandra, 2017), a disposición de los lectores en la última sesión de la tertulia. A manera de relato, una novela estupenda, estremecedora, sobre la amistad, la muerte y la vida, y la memoria.

Los toraya viven en la isla Célebes del archipiélago indonesio. En un claro del bosque, un árbol imponente y majestuoso. Es una sepultura reservada a los niños de muy corta edad, fallecidos durante los primeros meses de vida. En el tronco los toraya excavan un hoyo y en su interior depositan el pequeño cadáver. Cierran la boca del hueco con ramas y tela. Con el paso de los años la madera del árbol vuelve a cerrarse y guarda el cuerpo del niño en su propio y enorme cuerpo. Comienza entonces el viaje que lo llevará al cielo. El árbol crece alimentado por seres que van desapareciendo. Quien relata queda conmocionado: el cuerpo del niño se ha transformado en una energía que llegará al cielo, el niño no ha muerto.

De tan lejano prodigio el relator ha sacado fuerzas para soportar la muerte de su amigo, Eugenio, cineasta como él. Dos seres diferentes, pero tan entrañablemente unidos estos dos amigos. Tan diferentes como que Eugenio ha tenido cinco hijos, la mayor Ninon, siquiatra, francesa hasta la médula del alma. El relator es un divorciado, con amantes que se suceden sin dejar rastro.

Ninon ha dispuesto que la loza que sella la tumba de su padre vaya sin lápida. No hay necesidad: tan solo su amigo y los hijos le recordarán y saben dónde se hallan los restos de Eugenio. El amigo debe darle la razón en cuanto al cuerpo de Eugenio, cuya energía se habrá integrado a la luz. No quedará nada de Eugenio en aquella fosa como no ser un puñado de polvo. El amigo no se resigna. Escribe una apología sobre la vida y obra de su amigo. Es la memoria escrita la que perdura, al igual que el árbol de los toraya.

Eugenio murió de cáncer de pulmón. En una pared de su despacho tres radiografías enmarcadas mostraban la mancha en su pulmón, una pequeña nuez de color oscuro, insignificante y que desapareció con la quimioterapia. Eugenio feliz, los médicos satisfechos. Pocas semanas después Eugenio fallecía. Por ahí había quedado una célula asesina. Aquellas placas pasaron a manos del amigo, se hallan en su dormitorio, encima del cabecero de la cama, donde en otros tiempos solía colocarse un crucifijo.

62 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page