Isaac Grijalva.
Psicólogo Clínico, PUCE
“Al fin y al cabo, ¿era acaso culpa suya? ¡Exigirle que fuera un genio, no era más que una monstruosa injusticia¡ “Trabaja, lee”, le repetían todos aquellos. Y el desgraciado muchacho trabajaba sin orden ni métodos. Pasaba noches enteras agachando sobre la mesa su cabeza embotada, a punto de estallar” (Nemirovsky, 1940,pág. 64)
El título de estas breves líneas hace referencia al decir de una madre, quién no había visto a su hija desde hace varios meses, pues ella trabajaba en el ámbito de la salud y decidió dejarla con sus abuelos por el temor a contagiarla. Cuando hablaba del reencuentro después de varios meses con su hija, una de las preocupaciones que la agobiaban se relacionaba al ámbito escolar que su hija acababa de iniciar, una niña de 5 años en su primera experiencia escolar dentro de estos meses en la pandemia, así dijo ella, “me preocupa que mi hija tenga vacíos cuando llegue al próximo año”. Legítima preocupación, la de esta mamá que busca expresar lo que sentía y lo que consideraba apremiante para “el futuro de su hija”, en una sociedad en la que la frase “estudia para que seas alguien en la vida” es la bandera desde donde se ha enmarcado la inserción a las preguntas de la existencia y realización de lazo social, hacia una mera transacción de información, acumulación de conocimiento, toda una educación bancaria, como muy bien nos lo ha delineado Paulo Freire (1965).
Además, se asimila que la perspectiva de la profesionalización y el éxito supuesto en una “carrera” tendría que ver con el ser, con una idea ontológica de la identidad que inmoviliza a la potencia de elección y transformación de cada quién. Pero esto: ¿qué tiene que ver con la madre y su hija de cinco años?, pues que cada uno pueda precisar las posibles intersecciones, pero de que las hay, las hay, como diría un testarudo orador.
Durante estos nueve meses la interrogación por los conceptos de aprendizaje que hemos dicho sostener y promocionar, se han puesto nuevamente en marcha, la pregunta por los actores indispensables del ámbito escolar; como la docente que en su bicicleta va de casa en casa visitando a sus alumnos, pues no tiene los recursos digitales para estar “on-line” en clases, así como miles y miles de docentes que por “amor y vocación”, aunque también por “miedo” a perder su sustento laboral, han tenido que apresurar su ritmo de digitalizar los medios por los que transmitirían su enseñanzas. ¿Pero que transmiten? ¿Únicamente el contenido de la malla curricular? O es que, en la relación, vínculo y afecto que se teje entre niñas, niños y docentes, ¿se materializa un intercambio que no es posible cuantificar, registrar en objetivos curriculares?
La atmosfera que se crea en la escuela ocurre también en espacios “invisibles” que no son formales, pero que allí el aprendizaje se produce, se reproduce y no tiene desperdicio alguno, desde el encuentro en el recreo, siendo esto en la escuela las horas más preciadas del día, el intercambio con los señores del bar, los abrazos a docentes, el perseguirle al perro que la escuela adoptó y que se come la comida que todos le quieren dar. Hasta esos momentos de creatividad plena, de ritmo imposible de ser homogenizado que se juega en el aula, pues mientras la docente habla, alguien hace una casita con los restos del borrador que mordió durante la clase, otras preparan aviones para competir apenas la clase termine y otros le hacen una pequeña carta, un breve regalo a “su profe” para contarle algo que le paso ese día o para decirle algún descubrimiento (Recalcatti, 2016).
Pero ahora, para mover estas líneas de ser una carta nostálgica por la presencialidad, ¿Qué hacen los niños y niñas?, ¿se acabó acaso la posibilidad de tejer encuentros y de sorprenderse con sus docentes, de contar con sus “compañeritos” sus descubrimientos, tener secretos entre grupos y apostar al chiste de forma constante? Pues no, no se trata de eso. Pero lo que sí interesa es ubicar que esa proposición de “tener vacíos”, permite jugar con la polisemia para cuestionar ¿qué lugar le damos a esos espacios informales del aprendizaje? ¿Por qué suponemos que la conversación que un niño pueda tener con el dibujo que acabó de hacer, no es un espacio de aprendizaje, abstracción, contrastación de hipótesis sobre teorías del lenguaje, de lo que está vivo o no, de lo que implicaría hablarle a un dibujo que ese niño mismo produjo?, ¿por qué suponemos que no hay una dinámica compleja y una investigación en marcha, cuando una pequeña se encuentra tomando un helado y le pregunta a alguien porque tiene ese color su lengua?
Al espacio terapéutico los niños y niñas llegan tras ser remitidos por varias instituciones, una de ellas las escolares; los motivos por los que son enviados son varios, pero hay una serie de expresiones que se tejen en esa remisión; “envío a…. para que sea”: “revisado”, “chequeado” o “arreglado”, frases que he podido escuchar de docentes, profesionales de la salud mental o de autoridades de varias instituciones.
Expresiones que interrogan, a quienes decimos escuchar y acoger el sufrimiento y malestar de alguien, por ¿cuál será nuestra respuesta, el lugar en el que ubicaremos esa petición? y nos lleva a preguntarnos si también creemos que hacemos eso, si buscamos enderezar la conducta, apuntar a que ese hablante que ingresa en el espacio escolar se “llene de información y aprendizaje” como si se tratase de máquinas o bolsas en donde se acumula información y eso haría que sean “buenos ciudadanos para el futuro de la patria”. Y olvidásemos que el acto de la lectura y escritura, transforma la existencia material de quién se aventura, tropieza o empantana en ese laberinto
Lo que nos lleva a una última pregunta: ¿Qué lugar le damos a la negatividad? Es decir, a la posibilidad de que el vacío, lo no lleno, el tiempo-espacio no sea saturado y que esto se entienda como necesario (Han, 2020). Se batalla contra el supuesto problema del aburrimiento, el ocio y la improductividad de nuestros niños y niñas, entender bien porque se reclama que estas generaciones ya no saben “ni las provincias de nuestro lindo Ecuador”, pero ¿es que desde el lugar del espacio terapéutico hemos colaborado para aquello? ¿Hemos contribuido también para que se demande estar programados y competentes a los niños y niñas que inician la aventura de lo escolar?, ¿Hemos colaborado para que miles de padres de familia piensen que un discurso técnico o que la información suelta, reemplazaría lo que ellos puedan compartir y transmitir a sus hijos sobre el lugar que les dieron en la historia familiar?
Tener vacíos, lo único que permitiría es que esa simulación de estar lleno caiga, allí el aburrimiento se convierte en la posibilidad de desear algo distinto, de crear mundos posibles. Ubicar la posibilidad de lo no lleno, saturado o colmado también colabora a percatarnos que hay una desproporción frente a las preguntas que cada hablante se hace, ya sea que no tenga la respuesta que supone buscaba o porque se la dieron en tal magnitud que lo asusto y no volvió a interrogarse. No hay medida, proporción o formula legible y legítima que pueda hacer que el aprendizaje en cada hablante se transforme en una transacción de información (Peusner, 2019). Estaremos afectados y efectuados en lo que buscamos, nos preguntamos y nos encontramos cada día con esa alteridad radical que nos acompaña la existencia, como dirían quiénes ingresan al ámbito escolar, “hoy conocí a una nueva compañerita”.
Referencias
Freire, P. (1965(2011)). Educación como práctica de la libertad . México: Siglo XXI.
Han, B. C. (2020). La desaparición del los rituales: Una topología del presente. Barcelona: Herder .
Nemirovsky, I. (1940). El niño prodigio. Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo: Luna del bolsillo.
Peusner, P. (2019). Autoridad y desproporción sexual: En la clínica psicoanalítica lacaniana con niños. Buenos Aires: Letra Viva.
Recalcatti, M. (2016). La hora de clase: Por una erótica de la enseñanza. España: Anagrama
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