Enrique Terán
Médico y PhD en farmacología. Docente e investigador, Universidad San Francisco de Quito. Miembro de la Academia de Ciencias del Ecuador y Miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de Medicina.
Sin lugar a duda, la pandemia causada por el SARS-Cov-2 y a consecuencia de ella, la COVID-19, ha puesto una vez más en evidencia lo desarticulado que funciona el Sistema Nacional de Salud en el Ecuador. Desde el principio, cuando el responsable de generar cualquier tipo de estrategia debía ser el Ministerio de Salud, simplemente decidió pasar a ser un “actor más” con lo cual, otros estamentos del estado, sin conocimiento alguno del proceso de salud/enfermedad, epidemiología o salud pública, se pusieron al frente. Fue ahí cuando, en una inexplicable demostración de falta de capacidad nacional, se empezó a buscar desesperadamente la ayuda de los organismos multinacionales, llámese en este caso la Organización Panamericana de la Salud (OPS). No se quiso escuchar a la academia, que quizás sin contar con “expertos” de renombre mundial, inmediatamente levanto la mano y ofreció su contingente para delinear las estrategias más adecuadas, no solo para nuestro país, basadas en la evidencia disponible al momento. La respuesta, desafortunadamente, fue negativa. Se hizo caso omiso y en algunos casos se puso en tela de duda la credibilidad de los actores involucrados.
Así, esta historia comenzó mal. Los dos errores iniciales, devastadores, fueron primero, no declarar la emergencia sanitaria antes, sino esperar hasta que la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo haga; y segundo, no autorizar a que las Universidades a nivel nacional apoyen con sus laboratorios de biología molecular para hacer pruebas diagnósticas de PCR. En esto último, debo decir, con conocimiento de causa que la representación local de OPS dijo que no era recomendable, pues se necesitan laboratorios “validados” por ellos. ¡Increíble! Aun hasta la presente fecha no logramos cumplir con la cantidad recomendada de pruebas, sobre todo a nivel comunitario, que nos permitan saber la verdadera penetración de la infección en la población general.
Luego vimos, con sorpresa, la verdad, que aparecieron un sin número de “expertos” en epidemiología y en salud pública, cada uno con diferente punto de vista y defendiendo su propio concepto, lo que sin duda creo mayor debilitamiento sobre la conducta que debía tomarse, pero sobre todo cuales eran los objetivos y los resultados esperados. Los modelajes matemáticos se volvieron cotidianos y ahí apareció el tercer problema: ¡datos! Si, esto que parecería lo más fácil de obtener y lo que, con un poco de sentido común, es fundamental para cualquier tipo de análisis, no fue de dominio público. La autoridad “creada” para hacer frente a esta pandemia, el Comité de Operaciones Especiales (COE) decidió centralizar toda la información y de ahí en más comenzó un “karma” que tenemos hasta el momento actual. En fin, en ese momento los casos, que llegaron importados al país (de nuevo, por no escuchar a la academia y blindar los aeropuertos) comenzaron a propagarse sobre todo en Guayaquil y en Babahoyo, a pretexto de fiestas de bienvenida y reuniones familiares (otra vez, por no exigir que se haga cuarentena como la academia sugirió desde su inicio).
Entonces, tarde, se decreto el aislamiento domiciliario, cuando ya el contagio se había dado y los casos empezaban a dispararse, sin pruebas de diagnóstico, y sin capacidad de respuesta hospitalaria. Ahí vino el cuarto problema para el manejo de la pandemia, que ha sido el mismo desde ayer, hoy y quizás siempre: falta de suficiente recurso humano (personal de salud en general: médicos, enfermeras, personal de apoyo) e infraestructura. Es que penosamente, siempre llegamos a lo mismo, no se asignan los recursos suficientes a salud. Por esa razón, no hay suficientes profesionales en las unidades de salud y los que existen se encuentran mal remunerados, sobrecargados de trabajo y con baja satisfacción laboral. A ellos se les vino “el mundo encima” y tuvieron que empezar a recibir cantidades inimaginables de pacientes que requerían atención emergente y especializada, que no se podía brindar. Tuvo que ser necesario tomar acciones emergentes, sin contar con las debidas medidas de protección siquiera, que hizo lastimosamente que gran cantidad del personal de salud, inevitablemente expuesto, se contagie e inclusive hayan fallecido. Esto es algo que no debería olvidarse fácilmente y que no se borra con el falso título de “héroes” al personal de la salud que ha estado involucrado, sino que debe reflejarse en estabilidad laboral, jornadas de trabajo adecuado y un reconocimiento salarial apropiado. Deberíamos por un momento ponernos a pensar, el tremendo y grave impacto psicológico que debe haber representado, evidenciar este colapso del sistema de salud y al mismo tiempo la impotencia de no poder brindar solución alguna. Aquí, y aunque quizás no cronológicamente, se debe marcar el quinto problema, uno que no apareció con la pandemia pero que gracias a ella se hizo públicamente visible, me refiero a la corrupción en el sistema de salud, que va desde la especulación y los sobreprecios, hasta el robo de medicamentos y los negociados. Tan solo hablar de ello repugna, es que da asco ver como aparecieron los “emprendedores” que aprovechando de la angustia y necesidad de la gente hicieron un negocio de la pandemia, pero robar, “aunque sea poquito” es robar y es delito. La sociedad, y su conciencia, si es que tienen, los juzgará en algún momento, ¡porque no hay acción más miserable que robarle al pobre y desvalido!
Entonces apareció un nuevo reto, instaurar un tratamiento “efectivo” para la COVID-19, mientras todavía se discutía de forma irresponsable o quizás temeraria sobre el valor del aislamiento domiciliario. Se tuvo que improvisar, es la verdad, tomar drogas conocidas para otras patologías a las cuales en algún momento se les había sugerido actividad antiviral y probarlas “in vitro” contra el SARS-Cov-2. Si funcionaba, no se diga más, ¡a ponerla a disposición de los clínicos! Pero ya estamos en el siglo XXI, y desde 1992 formamos parte del mundo de la medicina basada en la evidencia (MBE). Entonces comenzó el sexto problema, pues olvidamos justamente lo que Sackett, el padre de la MBE dijo, “es el uso adecuado de la mejor evidencia junto con la mejor experiencia”. Empezó una batalla “titánica” entre los clínicos que con angustia y desesperación trataban de salvar vidas en los hospitales y los metodólogos que pedían, en medio de la pandemia, estudios clínicos doble ciego y aleatorizados. Eso derivo en que más de un tratamiento sea cuestionado, y que, en el país, desarrollar un “protocolo de manejo” con carácter nacional tome cerca de un mes, posterior a la declaración de la pandemia, y que por supuesto termine siendo de uso “discrecional”. En un momento tan crítico, en el que Ecuador era nombrado en todo el mundo y señalado por ser “el país” con la peor respuesta frente a la COVID-19, era imperativo responder preguntas frente al comportamiento del virus, transmisión, genética, pronostico y por supuesto tratamiento, pero entonces vino el séptimo problema, el Ministerio de Salud Pública decidió “centralizar” cualquier tipo de investigación relacionada, dejó insubsistente a los comités de bioética previamente aprobados por la misma autoridad y generó un reglamento en el que se ofrecía lo imposible, revisar y autorizar las investigaciones biomédicas en tres días …, que falta de visión, pero sobre todo de responsabilidad!
Con el aislamiento instaurado, la inevitable crisis económica se fue incrementando paulatinamente y apareció el octavo problema, falta de planificación. Todos sabían, o al menos eso pensamos, que esta era una medida necesaria pero transitoria y que buscaba el famoso “aplanamiento” de la curva, que no era otra cosa que enlentecer la velocidad de contagio a fin de precautelar que la disponibilidad de servicios de salud no colapse. Pues bien, desafortunadamente todo el tiempo que se logro “ganar” con el aislamiento, que se cumplió mayoritariamente, no fue utilizado para delinear que iba a pasar al concluir el mismo, y la creación de un “semáforo” omitió la real conducta de nuestra población, en la cual amarillo es casi verde y, por lo tanto, las cosas se han salido de control. Durante el aislamiento no hubo suficiente información, no se buscaron ni utilizaron, de forma sistemática, aliados estratégicos que, desde la academia, el deporte, la iglesia, la política y hasta la farándula, hablen del “post aislamiento” y la “nueva normalidad”. Solo hubo iniciativas aisladas y en algunos casos con mensajes polémicos que generaron mayor confusión.
En este momento es cuando, apareció el noveno error, que fue el ingreso masivo de las llamadas “pruebas rápidas”, las cuales con la complicidad y gran irresponsabilidad de la ARCSA obtuvieron registro sanitario y por ende autorización de comercialización, sin que ninguna autoridad se preocupe de validar su sensibilidad ni especificidad, a pesar de que todas las agencias de referencia incluidas la FDA y la propia OMS, hacían énfasis en su “debilidad” para identificar a los casos realmente negativos. De forma inentendible, el Ministerio de Salud dio libertad a los Municipios, Consejos Provinciales y cualquier otra entidad pública para adquirir y utilizar las mismas, más aún, el propio Ministerio comenzó a realizar pruebas rápidas y a utilizar esos resultados en la toma de decisiones, ¡increíble! Pero durante la pandemia, eso no es en lo único que la ARCSA nos queda debiendo, sino en la aprobación de supuestos “inmunomoduladores” que, de igual forma, aprovechando del desconocimiento y la angustia de la gente, han aparecido o resucitado para “vender” resultados milagrosos, y además no ha sido capaz de controlar la publicidad engañosa.
Debo aquí hacer una mención especial, al terrible problema de las redes sociales y del descontrol que se genero por la circulación de “tratamientos” para controlar a la COVID-19, las cuales no tendrían relevancia si a nivel de farmacia se respetara el criterio de “venta bajo receta”, otro mito frente al cual la autoridad no es capaz de responder. Por supuesto, consecuente con mi posición, hemos sido frontales en educar e informar a la población sobre los riesgos de la automedicación, particularmente con productos que no tienen siquiera la categoría de fármacos.
Pero sin lugar a duda, el décimo error, y quizás el más importante de todos ha sido la DESINFORMACION que ha caracterizado primero al Ministerio de Salud Pública, el cual paulatinamente se fue desacreditando, al presentar datos erróneos o carentes de sustento, al tratar de maquillar las cifras y ocultar los números. Un Ministerio indolente con la situación de los pacientes, de los prestadores de salud y de las instituciones mismas, que en lugar de intentar concientizar a la población y pedir su colaboración, ha inundado toda la pandemia de fotografías, reportajes inútiles y falsas notas positivas. Una maquinaria estatal volcada hacia el egocentrismo, a resaltar el trabajo de “unos” funcionarios y tratar de tapar con ello todas las deficiencias y necesidades a nivel operativo. Un país en el que la corrupción no tiene castigo, y que la delincuencia hace uso de todos los derechos que son idealmente para los ciudadanos honrados.
El SARS-CoV-2 y por ende la COVID-19 “llegaron para quedarse” y hasta que se disponga de una estrategia vacunal, que seguramente va a ser dentro de varios, varios meses todavía, y eso sin considerar el acceso a la misma en países como el Ecuador, no queda otra alternativa que entender que la única estrategia real y efectiva es la prevención, por lo tanto, hay que seguir insistiendo en que quienes puedan hacerlo se queden en casa, y los que tienen que salir, que lo hagan con responsabilidad, utilizando mascarilla, manteniendo distanciamiento y con lavado frecuente de manos o uso de alcohol gel, por eso, por favor primero cuídate y luego cuídame a mi también!
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