Prof. Alejandro Sanchez Rudegar
Psicólogo Psicoanalista
¿Un mundo detenido, un mundo eterno?
Desde el comienzo de la pandemia que padece hoy la humanidad o, más precisamente, a partir de las cuarentenas que como reacción a la misma los distintos gobiernos han ido decretando, en cada sociedad se presenta a la escucha en las consultas un fenómeno clínico que se contrapone a la estridencia de un repetido “slogan” que podemos encontrar expresado tanto individual como colectivamente en todas las redes de comunicación social, a saber:
“Debemos ser productivos en la cuarentena, debemos lograr que la cuarentena sea provechosa, debemos aprovechar esta “oportunidad” que nos da la cuarentena para hacer, lo que sea, pero hacer”
Las propuestas (veladas exigencias) son de lo más variadas: desde hacer crossfit online por YouTube hasta reproducir recetas de cocina vía Instagram, de talleres de escritura por Zoom al recogimiento en alguna forma de espiritualidad bajo la guía de influencers en 280 caracteres.
¿Qué leemos allí? Una topología de superficie y, por cierto, bastante superficial.
No otra cosa que el mandato superyoico con el que parece haber concluido (si, concluido) el siglo XXI.
La ultractividad de este imperativo (diametralmente opuesto al de la modernidad freudiana) que había sido señalado por Jacques Lacan como un “imperativo de goce”, no solo aparece inalterado en tiempos de cuarentena sino hipostasiado por la pandemia, con sus consecuencias, también hipostasiadas, sobre la subjetividad actual.
Pues bien, lo que se observa en la clínica, es una reacción tan solapada como culposa a ese imperativo; con cierta vergüenza muchos analizantes suelen referir en sesión que no alcanzan a cumplir esos estándares de productividad social pregonada (incluso por ellos mismos) viéndose enfrentados a un semblante que sienten no poder sostener sin un desarrollo de angustia creciente.
Alcanzado ese pico de angustia la subjetividad tambalea, aún más que ante los potenciales efectos biológicos del virus real y que la ansiedad psíquica generada por el confinamiento.
Podemos pensar entonces estas crisis de angustia como el reverso de una metáfora que, suele ocurrir, dice la verdad de un síntoma epocal hecho slogan y devenido hashtag global.
Esa verdad proclama que el sujeto se angustia ante el imperativo de “hacer”, porque frente a la “detención del tiempo” sencillamente hace nada, puede hacer “nada” y esa nada al revestirse de disfrute culposo vía su imperativo de goce asume la forma de una angustia en ocasiones, difícil de soportar.
La falta de un horizonte temporal y el extrañamiento del espacio habitado
Es indiscutible que el tiempo, la temporalidad que Freud propone y sostiene para el inconsciente, es una temporalidad cuyas coordenadas no encuentran inscripción en la cronología de un pasado un presente y futuro lineales, mostrando relaciones y experiencias intrincadas que no se ajustan al calendario y de las que todo aquel que haya hecho su paso por la experiencia analítica podrá dar testimonio, sea en la forma de un “pasado” omnipresente o en la pena de un futuro que no es lo que era.
Por el contrario, la vida consciente, tal como la filosofía y la fenomenología la presentan desde los griegos hasta hoy, es una vida que si se ajusta a los parámetros de esa temporalidad lineal y calendaria; más aún la exige como una de las condiciones de posibilidad del sujeto “saludable” al punto que el comienzo de toda anamnesis psicopatológica es la detección de la orientación espacio temporal de un paciente.
Pues bien, ¿Qué ocurre cuando la vida cotidiana pierde esas coordenadas y se imbrica con la legalidad temporal Freudiana? ¿Qué sucede cuando la sucesión de los días va perdiendo su relación cronológica y la espacialidad habitable se transforma radicalmente en un espacio que precisamente por familiar deviene desconocido al momento del confinamiento en la propia casa?
Empezamos aquí a ver el marco de las experiencias analíticas a reseñar sucintamente en el presente texto.
“So that as Plato had and imagination, that all knowledge was but remembrance; so Salomon giveth his sentence, that all novelty is but oblivion”.
Bajo este epígrafe de Francis Bacon, comienza J.L. Borges su cuento “El Inmortal”, donde narra las peripecias de un buscador de la ciudad de los inmortales, erigida a orillas del rio que otorga la inmortalidad a quien bebe de sus aguas.
La descripción que Borges hace de esa ciudad y sus habitantes “los inmortales” ofrece una bella figura para reflexionar sobre este padecimiento que los analizantes presentan en este tiempo de tensión entre aislamiento social obligatorio e imperativo de goce productivo.
Tomemos sólo un rasgo de la descripción que Borges da de aquellos inmortales: “todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho¨.
Hoy, cuarentena mediante, el imperio de la procrastinación extiende sus formas y fronteras casi tan ampliamente como en la ciudad de los inmortales y muchos sujetos transitan este “tiempo” de un modo similar: perplejos, aletargados, abúlicos, apáticos y sobretodo: Anhedónicos.
Habitamos hoy un mundo que se ha detenido, casi un epígono de aquel mundo sin tiempo.
En este modo del mundo el sujeto puede perder sus referencias, aquellos puntos en los que se reconoce y, desamarrado de sus ocupaciones cotidianas y a merced del salvataje económico del Otro gubernamental, vaga en el vacío de un día que es todos los días y ninguno, nada puede o quiere hacer, pues puede hacerlo todo mañana o mañana de mañana pues las coordenadas espacio temporales se han esfumado, poco a poco han sido abolidas.
El espacio que habita se le exhibe brutalmente en la radical diferencia de lo mismo pues, no obstante, sigue siendo su hogar y continúa compartiéndolo con los mismos vínculos, pero en esa Otredad hasta ayer en más o en menos, bien velada.
Parafraseando a Dostoievsky cuando todo está permitido nada es posible, salvo entregarse a un goce autoerótico también estimulado por las agencias gubernamentales, propiciantes de una virtualidad extensiva que abarca desde la publicidad del trabajo a distancia hasta la intimidad de cualquier práctica sexual.
La desaparición de esa ausencia (el tiempo) y el orden que la razón y la conciencia le confieren da la sintomatología de un desconcierto que puede devenir fácilmente en angustia, más aún cuando es contrapuesta 24 por 7 a una nueva formulación del imperativo kantiano:
“Haz de tu cuarentena un hecho productivo tal, que pueda convertirse en máxima para que todo sujeto produzca al modo en que lo haces”
Al final del día, el padecimiento de aquel inmortal Borgeano es de la misma estofa que el padecimiento del neurótico en cuarentena por lo cual deviene oportuno recordar la expresión de Lacan enlazado aquí al texto de Borges:
“¿Es que podrían soportar la vida que tienen si no estuviesen sostenidos en la idea de que terminara?”
Habitar la fragilidad para recuperar la “mortalidad”
En el citado cuento de Borges su protagonista, que es “Todos los Hombres”, asqueado en la saturación de su inmortalidad, se empeña en recuperar su condición mortal, solo posible en su regreso al tiempo (finito) de una vida que sea la de un solo hombre, la de su frágil singularidad.
Y es pues hacía a esto a lo que va orientada la práctica clínica psicoanalítica, a obtener en el sujeto de un tiempo suspendido, sojuzgado por el imperativo categórico en tiempos de cuarentena, un movimiento que le permita asumir o reasumir sus fragilidades y sus posibilidades, sin renunciar más que a lo que el fantasma de una época le exige como plus sacrificial: ¡Produce!
Será re-anudado en su temporalidad, con las singularidades e intrasmisibilidades propias de su historia, que podrá reanudar entonces su marcha mortal para “salir” de nuevo (distinto) a un mundo siempre hostil pero que lo encontrará mejor protegido que con su tapabocas, su alcohol en gel y la eterna deuda de sus 3.80 coronas, al tipo de cambio según la geografía que habite.
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