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VETO Y POSVERDAD: EL CASO DEL CÓDIGO ORGÁNICO DE LA SALUD

Actualizado: 1 dic 2020






Iván Cevallos Miranda, MD, FACS

CIRUJANO GENERAL








La propuesta de Código Orgánico de la Salud (COS), autoría de la Asamblea Nacional, generó siempre posiciones encontradas. Una ley tan importante, cuya ambiciosa meta era recopilar todas las normas que de una u otra manera incidían sobre la salud, nació condenada al fracaso por varias razones.

La primera y más importante, la limitada capacidad de los proponentes para entender la doctrina y el contexto de situaciones eminentemente técnicas. Entendible su limitación en tanto en la Asamblea son pocos -y mediocres- los profesionales de la salud, pero imperdonable que, además, tengan una carencia monumental de autocrítica como para no darse cuenta del límite de sus capacidades. Una segunda razón estuvo dada por la impreparación política, incapaz de articular ideas que permitan una norma construida a partir de la identificación de las necesidades nacionales, lo cual dio paso a un documento que sumaba componentes de aquí y de allá, derogaba sin ton ni son otras normas, en suma, una cobija de pordiosero: llena de remiendos variopintos, para todos los gustos. Como tercera razón mencionaré la carencia de definiciones indispensables, en unos casos, mientras en otros se llegaba a una hiperbólica redacción de corte reglamentario. Una cuarta, la perniciosa característica de los progres teóricos virginales que aterrizaron en el Ministerio de Salud: ideologizar (sin entender qué mismo significa eso), acaparar, imponer (como lo hacía su patrón Correa) al más puro estilo estalinista. Como no hay quinto malo, sumemos a todo esto la deprimente redacción y el disparatado uso del lenguaje. Así, indigerible, confuso, contradictorio, desnutrido en el fondo y obeso en la forma, el COS nació muerto. Más de ocho años de un trabajo no devengado, habla de la incapacidad de los autores, de su “diálogo” solo con quienes no cuestionaban el contexto, sino que buscaban acomodar su metro cuadrado de interés. La salud como tal, postergada, descontextualizada, indefinida. Destrozada.

Con mucho acierto el gobierno vetó el engendro, lo cual dio paso a la colisión entre dos posiciones extremas, ambas peligrosas, ambas insensatas, que graficaron, como traje a la medida, que el veto era un imperativo. La interacción de los contrarios condujo a que el debate sobre este tema trascendental quede reducido al aborto, el cannabis, la maternidad subrogada. A ninguno de los dos extremos les importa que no haya una definición del Sistema Nacional de Salud, ni la pretensión de atracar los fondos del IESS, ni la ubicua y unívoca presencia de la autoridad sanitaria nacional. No, lo que les importa es “su” espacio de entendimiento, “su verdad”. Y así fuimos migrando a la posverdad.

En efecto, se recurrió a los enunciados carentes de objetividad para apelar al sentimiento, al impacto. Unos, haciendo ofrendas de gratitud al cielo porque se había impedido la legalización del aborto y de la mariguana; otros vociferando porque “los médicos se iban a negar a atender los abortos”. Los del poniente enarbolando banderas de triunfo “en nombre de la familia y la vida”; los del levante denunciando -sumidos en la ignorancia- que la objeción de conciencia les dejaba en libertad a los médicos para negarse a atender la emergencia obstétrica o a administrar sangre. De a poco se fue transmitiendo a la comunidad una idea del diluvio universal que venía tras el veto, contrapuesta a la del otro bando, que proclamaba la recuperación de la moral pública. ¡Qué espanto! En ambos extremos, supongo, hay gente inteligente que podría argumentar para que la sociedad decida sobre la base del saber, del conocimiento, de la reflexión profunda sobre el bien común. Pero no, los voceros fueron los dogmáticos de un lado y los atarantados del otro.

En este juego perverso también tuvieron su rol los asambleístas que lloraron como viudas que “su ley”, “su esfuerzo”, haya devenido en cadáver. Pobres asambleístas, que en su ignorancia mencionan en el texto a las “enfermedades huérfanas” (¡eso no hay señores! Se confunden con medicamentos huérfanos) y se pasean por los medios para anunciar el diluvio, sin una gota de pudor para reconocerse ignorantes, pero con una grandilocuencia que hasta parecía que dominaban el tema.

Y sí, recurriendo al sentimiento, a la fe, al miedo, al ímpetu ganador, al hígado indignado, se posicionó una posverdad: para unos, el santísimo había obrado el milagro por interpuesta persona, para que el aborto no sea legal y para que los mariguaneros no deambulen por las calles; para otros, el maligno había dejado en el limbo a la salud y postergado el derecho a decidir sobre su cuerpo. No se acababa el país, ni se ha acabado la salud porque se vetó un instrumento de vergüenza, impropio de un legislador, porque hasta que exista una nueva, está vigente la Ley Orgánica de Salud y la Ley del Sistema Nacional de Salud, que suplen con cierta suficiencia lo que se discute. También es posible que aspectos no legislados, como uso del cannabis medicinal pueda ser aplicado por otras vías, como los acuerdos ministeriales para facilitar la importación de productos elaborados. Todo es posible cuando se piensa en contexto y no en parcela.

En esta circunstancia, unos y otros tienen que comprender que los temas a los que redujeron el debate, si bien importantes e indispensables de ser aprobados por la sociedad en su conjunto -igual que otros, como suicido asistido, eutanasia, investigación en material genético, financiamiento del sistema de salud...- no son los únicos y que nada de esto será posible si no empezamos por definir cuál es el modelo a seguir. Por lo pronto hay que seguir educándonos, como ciudadanos, para impedir la consolidación de la posverdad y entender que las leyes eminentemente técnicas no pueden elaborarse ni desde las creencias individuales ni desde la ideología ni desde la moda, sino desde la ciencia, el razonamiento y el bien común.

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