Reformar sin perseguir: la urgencia de exigir calidad y el equilibrio del servicio público
- Noticiero Medico
- 30 jun
- 3 Min. de lectura

Enrique Terán, MD, PhD
Profesor principal, Universidad San Francisco de Quito – Miembro de Número, Academia Ecuatoriana de Medicina – Presidente, Academia de Ciencias del Ecuador.
Quizás Usted fue uno de los gentiles lectores de mi comentario publicado hace casi un año atrás (https://www.noticieromedico.com/post/la-acreditaci%C3%B3n-de-los-profesionales-de-la-salud-entre-la-pol%C3%A9mica-y-la-necesidad) en el que hablaba de la importancia de la acreditación de los profesionales de la salud, y terminaba el mismo con esta frase “y por supuesto a la autoridad sanitaria nacional, en la búsqueda de que sus funcionarios permanezcan en una determinada posición bajo la premisa de que mantienen esa actualización y no que tienen un contrato indefinido que fomente su conformismo científico-profesional”.
Bueno, la reciente implementación de la Ley Orgánica de Integridad Pública, que establece una evaluación semestral vinculante para todos los servidores del Estado, ha reactivado esas encrucijadas donde los discursos de derechos y garantías —legítimos y necesarios— se enfrentan con verdades incómodas sobre la calidad del ejercicio profesional y el desempeño público. Es una tensión inevitable en cualquier sociedad que aspire a madurar institucionalmente: ¿cómo equilibrar la estabilidad laboral con la exigencia de resultados?, ¿hasta qué punto los títulos, cargos y años de experiencia pueden reemplazar la evidencia de eficiencia, conocimiento y compromiso?
Los gremios sindicales y ciertas voces políticas han denunciado que esta medida podría ser utilizada como herramienta de persecución o como excusa para despidos masivos. Pero detrás de esos temores legítimos subyace una incomodidad mayor: la resistencia a ser evaluados. No se trata de un fenómeno nuevo ni exclusivo del sector público. En el ámbito de la salud, hemos vivido una polémica similar con la aplicación del Examen de Habilitación Profesional (CACES), que condiciona el inicio del ejercicio médico al cumplimiento de un estándar mínimo de conocimientos.
Ambos procesos —el de evaluación de médicos recién graduados y el de desempeño de funcionarios públicos— comparten una lógica común: la necesidad de garantizar calidad. En teoría, nadie podría oponerse a eso. Pero en la práctica, lo que aparece es la defensa cerrada del statu quo, donde la estabilidad se convierte en escudo frente a cualquier forma de escrutinio. Esa comodidad institucional, cuando se perpetúa sin evaluación ni mejora, deja de ser un derecho para transformarse en una trampa, la mediocridad.
El argumento de fondo es siempre el mismo: “ya cumplí con lo requerido”, “ya tengo un título”, “ya ingresé por concurso”, “ya hice carrera”. Pero ejercer una profesión o formar parte del aparato estatal no debería implicar simplemente haber pasado por un proceso en el pasado, sino demostrar competencia en el presente. El conocimiento cambia. Las necesidades sociales evolucionan. Las tecnologías, normativas, prioridades y demandas ciudadanas también. ¿Cómo es posible que haya más exigencia y actualización obligatoria para un recién graduado que para un funcionario con años en el cargo?
No se trata de desvalorizar la experiencia ni de alimentar una cultura del castigo. Todo lo contrario. Una evaluación bien diseñada no solo mide resultados: orienta mejoras, identifica fortalezas, visibiliza a quienes hacen bien su trabajo. Los exámenes médicos, por ejemplo, han revelado brechas entre universidades que el sistema no reconocía con claridad. También han mostrado que no basta el prestigio institucional: se necesita actualizar contenidos, formar habilidades clínicas y evaluar actitudes. Esa lección puede aplicarse con igual urgencia al servicio público.
La resistencia a las evaluaciones muchas veces parte de un problema aún más estructural: la falta de confianza en que serán justas. Y en parte, eso es cierto. Si las evaluaciones no tienen parámetros objetivos, no son transparentes, o no están acompañadas de mecanismos de defensa adecuados, se convierten en instrumentos de control político o administrativo. Pero la solución no es renunciar a evaluar: es diseñar mejores evaluaciones. Y asumir el principio básico de cualquier vocación pública o profesional: rendir cuentas.
El Ecuador no puede darse el lujo de funcionar con una institucionalidad que le teme a la exigencia. Es hora de abandonar la falsa dicotomía entre estabilidad y calidad. La estabilidad laboral es un derecho valioso, pero no puede ser sinónimo de inercia. Y la evaluación no debe verse como amenaza, sino como condición mínima para quienes trabajan con recursos públicos, influyen en políticas públicas o atienden a seres humanos.
En una sociedad que se declara democrática y meritocrática, cada médico, maestro, funcionario o técnico debería sentir orgullo de su rendimiento, no miedo a ser medido. Lo contrario es aceptar que lo importante es sostener el puesto, no cumplir bien la función. Y eso, en el fondo, es una forma grave de traición al país.
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